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martes, 27 de diciembre de 2011

Chimbiká, el rey del desierto californiano


Chimbiká, el rey del desierto californiano

Por: Leonardo Reyes Silva

Así llamaban los indios al más grande animal salvaje que habitaba la península de la Baja California. Tanto los pericúes del sur, como los guaycuras y los cochimíes que habitaban el resto de la entidad lo conocían, pero un tanto debido a sus creencias que impedían matarlo y también porque aprendieron a convivir con él, este felino era el amo y señor de los montes y valles.

Los navegantes que arribaron a las costas californianas en el siglo XVII, al describir las costumbres de los indios dan fe de los regalos que les hicieron, entre ellos unas pieles de un animal al que ellos llamaban “Chimbiká” y que los marinos identificaron como cueros de tigre y de león. En realidad eran pieles de lo que después se conoció como Puma o León Americano, una especie muy difundida en toda la América del Norte.

Cuando los padres jesuitas llegaron a las Californias para fundar sus misiones, trajeron consigo animales domésticos como cabras, borregos, vacas y caballos, mismos que se distribuyeron a los centros religiosos que iban estableciendo. Con el paso de los años se obtuvieron crías que aumentaron los rebaños en muy buena proporción como fue el caso de las  misiones de San Francisco Javier, Comondú, La Purísima y San Luis Gonzaga.

La carne de esos animales sirvió para complementar la dieta de los indios que radicaban en las misiones, aunque no en la proporción que ellos deseaban, por lo que el ganado fue en aumento, aprovechando las grandes extensiones de terreno donde podían alimentarse.  Pero si los nativos no disfrutaban de la carne de esos animales, si lo hacían los leones y los coyotes que mataban a las crías sin que los misioneros pudieran evitarlo.

El padre Miguel del Barco, encargado de la misión de San Francisco Javier, se quejaba de la falta de mulas y caballos, porque la cruza entre las yeguas, caballos y burros se hacían en el campo y no tenían control sobre ellos. Y eso originaba que los leones dieran cuenta de las crías, a veces sin dejar una sola. Por su parte, Juan Jacobo Baegert, de la misión de San Luis Gonzaga, informaba que en un año “los leones mataron a cincuenta de mis potrillos y becerros. Algunas veces hasta se atreven a atacar a caballos y mulas…”

El mismo padre Baegert, en una carta que le mandó a su hermano George también misionero, le dice: “Hace algunas semanas mi boyero me trajo un animal que llaman león el cual algunas veces mató a todos mis potrillos y terneras, como ocurrió este año. Tuvo suerte en poder matarlo por medio de una piedra que le tiró desde lo alto de una roca. Era muy joven. Las garras eran la mitad de gruesas respecto a otro ejemplar que fue muerto por los perros y después enviado a mí. Sin embargo las patas eran tan grandes como las de un becerro de diez semanas de nacido. El cuerpo era muy largo con pelambre corta parecida a la piel de un caballo. El color es amarillento las orejas cortas,  cabeza y bocas son redondas con un buen juego de dientes y un bigote como de un gato. Pienso que estos animales, con excepción del color y pelaje, tienen más semejanza con los tigres que con los leones…”

Después de que los jesuitas fueron expulsados de la península en el año de 1768, el padre Miguel del Barco en un manuscrito que dio a conocer, describió con amplitud las características del que llamó “leopardo o león y que los indios cochimíes llamaban Chimbiká que significa gato montés grande”. Y Francisco Javier Clavijero, en su “Historia de la Antigua o Baja California”  también se refiere a estos animales muy numerosos en la península, “porque no atreviéndose los californios a matarle a causa de cierto temor supersticioso que le tenían antes de convertirse al cristianismo, se fueron multiplicando con mucho perjuicio de las misiones que después se fundaron, pues hacían estragos en los ganados y tal vez en los hombres, de los cual se vieron algunos ejemplos trágicos en los últimos años que estuvieron allí los jesuitas…”

Contra lo que pudiera esperarse, en ese periodo de la existencia de las misiones y de los padres jesuitas, franciscanos y dominicos que las atendieron, nada se hizo para diezmar a esa fiera salvaje por lo que su número fue aumentando. Ni trampas, ni batidas, ni cacería con armas de fuego se utilizaron para acabar con el peligro que representaba este animal. Todavía a mediados del siglo XIX, muchas personas dieron fe de su encuentro con leones, pero sin consecuencias que lamentar. Y es que, de tiempo atrás, se sabía que estas fieras le temían al hombre, salvo algunos casos donde fue atacado por En los últimos años poco se sabe de la existencia de leones en nuestra península. Su extinción se debió a la multiplicación de ranchos en las sierras y la matanza de ellos por los rancheros con el fin de proteger a su ganado. Aunque todavía en lo alto de las sierras de San Francisco, de La Giganta, de La Laguna y de La Victoria, moran unos cuantos ejemplares.

Hace dos décadas recorrí algunos ranchos de la sierra de La Laguna, por el lado de San Antonio de la Sierra. En uno de ellos saludé a don Sebastián Cosió quien tenía fama de cazador de leones. Entre trago y trago de café, platicó que según sus cuentas había matado cerca de cien de estos animales, auxiliado por sus perros y una carabina 30-30. De las comunidades de las regiones de Santiago, Miraflores, San Bartolo, Todos Santos y San Antonio, lo mandaban llamar para que diera cuenta de leones que asolaban al ganado.

Cuando le pregunté si había comido carne de ese animal me contestó que sí, pero fue por necesidad. Él y otro compañero se pasaron todo el día rastreando uno que dio por matar al ganado. Ya muy tarde lo encontraron y le dieron un balazo y como no habían comido en todo esas largas horas, su amigo arrancó unas tiras de carne del león y las puso a asar. Don Sebastián no pudo aguantarse y se comió un buen pedazo. “hasta eso—comentó—tiene muy buen sabor”.

Lástima que los indios de California no supieron aprovechar la carne y la piel de estos animales. Con su permanente hambruna que los hacía comer lagartijas, lombrices y otras sabandijas, un bocado de carne de Chimbiká les sabría a gloria.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Una planta para la sobrevivencia: el mezcal


Una planta para la sobrevivencia: el mezcal

Por: Leonardo Reyes Silva
Cuando llegaron los misioneros jesuitas a California y comenzaron a conocer las costumbres de los grupos indígenas que la habitaban, pusieron especial atención en la diversidad de sus alimentos y que medios utilizaban para conseguirlos, tomando en cuenta que vivían de la caza, la pesca y  la recolección de frutos y raíces de su entorno.

Los padres jesuitas Miguel Venegas, Juan Jacobo Baegert, Miguel del Barco,  Francisco Xavier Clavijero y Luis de Sales, entre otros, se refirieron a las costumbres culinarias de los californios, pero fue del Barco el que describió con minuciosos detalles las maneras como lograron sobrevivir en un medio tan difícil como el de la península.

Como otros grupos aborígenes de muchas partes del mundo, los de California echaban mano de cuanto bicho se les presentara con tal de mitigar el hambre. Así, las lagartijas, las víboras, las arañas, ratas, ratones, tuzas, gusanos o cualquier otro insecto iba a parar al estomago, aunque la mayoría de ellos eran pasados por la lumbre. Así lo hacían con las aves, los peces y tortugas y, cuando tenían la suerte de matar un venado, la tatema  alcanzaba para varias familias.

Pero también aprovechaban los frutos silvestres, las hojas, los tallos y las raíces. Las pitahayas dulces y agrias, las ciruelas, los frutos del garambullo, del nopal y de la cholla, los higos silvestres y las raíces de la yuca. Y de las hierbas no le hacían mal gesto a la verdolaga, el quelite y la endivia.  Las semillas predilectas eran las de la zaya, la jojoba y el palo verde.

En los tiempos donde la comida escaseaba, los indios echaban mano de las semillas de pitahaya, pues con ellas hacían una especie de pinole que era muy de su gusto. Nomás que esas semillas tenían un pero, porque las recogían del excremento humano ya seco. Con cuidado, golpeando con un varejón, separaban las semillas y después las tostaban auque ni así, dicen, desaparecía la pestilencia. Según una anécdota, el padre Francisco María Píccolo sin saberlo y tratando de congraciarse con ellos,  probó ese “alimento”.

Sin embargo, unos de los alimentos que más apreciaban era una planta que se daba en los valles y las partes serranas de la península. Y la apreciaban por la sencilla razón de que  gran parte del año podían aprovecharse de ella, cuando otros alimentos escaseaban. Es planta no era otra que el mezcal una variedad del agave que se produce en todo México y, por fortuna también en Baja California.

Miguel del Barco—también lo hacen los otros cronistas—describe como eran las plantas y la forma como los indígenas se beneficiaban de ellas. Antes de florecer, las indias con un pedazo de madera adelgazado en un extremo, cortaban las hojas o pencas a fin de dejar solamente la cabeza que es la que aprovechaban. Después de cortarlas dejándoles una cuantas pencas, las trasportaban hasta el paraje por medio de una bolsa en forma de red que se colocaban en la espalda, sujeta por unos cordeles que se sostenían con la frente. Un pedazo de piel de venado amortiguaba la presión en ese lugar de la cargadora.

Cuando llegaban al paraje, abrían un hoyo y en él colocaban leña y piedras  a fin de hacer una hoguera. Después de que las piedras estaban al rojo vivo colocaban encima de ellas las cabezas de los mezcales y tapaban todo con la tierra caliente de las orillas del pozo. Después de dos días sacaban la “tatema” y se disponían a comérsela. Primero masticaban las pencas para saborear el jugo, ya que las hebras del mezcal por fibrosas no eran comestibles. Y después la parte carnosa la cortaban en trozos y así la consumían.  Era un alimento nutritivo y de buen sabor y por eso los indios lo procuraban casi todos los meses del año.

Dicen los jesuitas que aunque de esa planta se podía extraer el jugo para convertirlo en licor, los californios nunca lo intentaron, conformándose con chuparlo y comérselo. Fue bueno ignorarlo, porque de lo contrario los padres hubieran encontrado una población adicta al alcohol lo que, aparte de las condiciones infrahumanas en que vivían, ese vicio junto con las enfermedades, hubiera acabado más pronto  con sus vidas.
Con el paso de los años, las personas que se quedaron  en las misiones y los que fundaron los ranchos en California, aprendieron a destilar licor extraído de los agaves, bien para uso propio o para comercializarlo. El historiador Harry Crosby, en su libro “Los últimos californios” describe el proceso de la destilación del mezcal en un rancho de la sierra de Guadalupe:
Cuando el horno estaba caliente junto con las piedras, se abría y se llenaba de mezcales, se tapaba con una plancha de metal y se sellaba con lodo para que no escapara el vapor o el calor. Allí, los agaves se asaban durante cuatro días antes de ser removidos, machacados, puestos en un barril y cubiertos con agua. Al cabo de cuatro o cinco días, un fermento, causado por una levadura que ocurre naturalmente, corría su curso; el mezcalero sólo tenía que revolver su mezcla diariamente. Luego todo el contenido del barril era transferido a un alambique primitivo y destilado de manera similar a la que se emplea para convertir la mayoría de las fermentaciones en licores fuertes.

Fue buena suerte para los californios no conocer este procedimiento, ni que los jesuitas se lo enseñaran. Así, solo fue un magnífico alimento que permitió la sobrevivencia de los Cochimíes, Guaycuras y Pericúes.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Robinson Crusoe en California


Robinson Crusoe en California

Por: Leonardo Reyes Silva


En un libro anterior me refería a este pasaje que resulta interesante conocerlo, especialmente por la relación que existe con una novela del siglo XVIII a la que su autor, el escritor inglés Daniel Defoe, le puso por nombre “Las aventuras de Robinson Crusoe. Considerada como la primera novela inglesa, fue publicada en 1719 y en ella narra la vida de un náufrago que pasa 28 años abandonado en una remota isla conocida como “Más-a-tierra” del archipiélago chileno de Juan Fernández.

La novela relata las aventuras de un marinero del puerto de York que se enlista en un barco mercante para recorrer los mares en ese entonces conocidos. Robinson pertenecía a una familia acomodada, pero su afán de conocer el mundo lo hicieron embarcarse sin imaginar el sin fin de aventuras que pasaría. En el naufragio de la embarcación fue el único superviviente que logró arribar a una isla deshabitada cerca de la desembocadura del río Orinoco.

Durante sus largos años en la isla, en una ocasión rescata a un nativo de de un grupo de caníbales los cuales habían llegado a la isla para preparar una hoguera y comérselo. Después de liberarlo lo llamó Viernes por que fue el día en lo salvó de la muerte. Desde entonces fue su compañero y juntos sortearon diversos peligros. Por fin una nave inglesa lo rescató y lo llevó de regreso a Inglaterra.

Ese es el contenido de la novela pero en la realidad sucedió algo parecido. Resulta que en el año de 1709, el pirata inglés Woodes Rogers recorrió el Océano Pacífico en sus buques “Duke” y “Dutchess” y en el mes de diciembre de ese año arribó Puerto Seguro como se llamaba en ese entonces Cabo San Lucas. Su intención era apoderarse  de los galeones que venían de Filipinas como en efecto lo hizo con la nao “Nuestra Señora de la Encarnación”. Quiso hacer lo mismo con el “Begonia” pero fue rechazado.

En la tripulación del “Duke” venía un marinero que habían rescatado de la isla de “Más-a-Tierra, del archipiélago chileno de Juan Fernández. Cuenta Rogers en su “ A Cruising Vollage Round the World” que el hombre estaba cubierto de pies a cabeza con pieles de cabra y con aspecto más salvaje aún que estos animales. Su nombre era Alexandre Selkirk y había sido abandonado en ese lugar por el capitán Padlin cuatro años antes.

Ante el capitán y los marineros, contó su maravillosa y conmovedora historia de su desolación, de sus temores y de sus miedos de los primeros días en esa isla desierta; de la vida que se vio obligado a llevar y el afan de supervivencia lo hizo más ágil al igual que las cabras a las que daba caza.

Durante los días que el “Duke” estuvo anclado frente a Cabo San Lucas, parte de sus tripulantes bajaron a tierra, entre ellos seguramente Selkirk, y fue así como tuvieron contacto con los indígenas pericúes. La descripción que hace de las costumbres y características de los nativos de esa región es interesante sobre todo por los datos etnológicos que aporta. Así, por ejemplo, dice en una parte de su relato:
Los naturales que vimos aquí eran como 300; tenían grandes brazos, eran rectos, altos y de color más oscuro que cualesquier otras gentes que había visto en el Mar del Sur. Su cabello largo, negro y derecho y caía hasta los muslos. Los hombres completamente desnudos y las mujeres llevaban una cubierta de hojas sobre sus privados, o pequeños delantales de hierba o los pellejos  de aves y animales…”

Después de su enfrentamiento con el galeón “Begonia”—debido a los ataques piráticos estos venían artillados—Rogers regresó a Inglaterra llevando un cuantioso botín arrebatado a la “Nuestra Señora de la Encarnación”. Con el tiempo y como “premio” a sus hazañas de corsario, ocupó el cargo de gobernador real de las islas Bahamas, lugar donde murió en 1732.

El caso de Alexandre Selkirk que originó la famosa novela de Robinson Crusoe, tiene semejanza con otros dos que sucedieron más o menos en las mismas fechas. Una es la de Pedro Serrano que naufragó junto con dos marineros en un inhóspito banco de arena del Caribe y que fue rescatado después de 8 años de vida solitaria en ese lugar. El otro, y que tuvo lugar en Baja California en 1713, fue el cautiverio del marinero Juan Díaz a manos de los indios pericués que habitaban la isla de San José. Al escapar, se refugió en una cueva en la costa, frente a la isla de Cerravo donde vivió mucho tiempo a base de pescados y mariscos.

Por cierto, en los últimos estudios sobre la novela de Robinson Crusoe se cree que Daniel Defoe se inspiró en la aventura de Juan Serrano y no de Alexandre Selkirk. Será por la semejanza. 

sábado, 12 de noviembre de 2011

La vacuna milagrosa


La vacuna milagrosa

 Por: Leonardo Reyes Silva
Cuando Edward Jenner descubrió la vacuna contra la terrible enfermedad de la viruela negra, ya el virus había matado a millones de seres humanos en todo el planeta. Desde varios siglos A.C. la peste asoló a muchas regiones del Oriente, y todavía en 1720 hizo estragos en Francia e Italia.

Sobre este último país es conocida la historia de 10 jóvenes—7 mujeres y 3 hombres—que huyendo de la peste en la ciudad de Florencia se refugiaron en un apartado rincón de la campiña, donde permanecieron hasta que se terminó la epidemia. Así lo relata Giovanni Boccaccio en su famosa obra “ El Decamerón” escrita en el año de 1348.

Se debe recordar también la devastación causada por las pandemias de 1521 y 1575 en la Nueva España, sobre todo la `primera dado que por su causa los aztecas  infectados de ese mal, no pudieron ofrecer resistencia a los embates de las tropas españolas. De no ser por eso, otro gallo hubiera cantado.

Y es que el virus de la viruela no se conocía en América sino que fueron los españoles los que transportaron la enfermedad. Los indios no tenían defensa alguna, ni natural ni medicinal. Cuando los conquistadores llegaron a las diferentes regiones del continente llevaron con ellos el virus de la viruela y, en su momento, contagiaron a los grupos indígenas de California.

Las crónicas de esa época, particularmente en la época de la evangelización jesuítica en el siglo XVIII, refieren con detalle las epidemias que casi acabaron con la población indígena concentrada en las misiones establecidas por los misioneros en San Javier, Mulegé, Comondú, San Ignacio, Santiago y San José del Cabo. El sarampión, el paludismo, la tifoidea, la sífilis y la viruela causaron gran mortandad en los indefensos indígenas.

Para 1768, de 41500 naturales que existían cuando llegaron los misioneros jesuitas, solamente quedaban 700, mismos que desaparecieron cincuenta años después. Desde luego fueron varias las causas de su desaparición, pero una de ellas, quizá la más seria, fueron las enfermedades que contrajeron.

En 1805, siendo gobernador de la Baja California don Felipe de Goycoechea, llegó a Loreto el médico cirujano y botánico don José Francisco Araujo, quien venía a inspeccionar las causas por la cuales muchos nativos morían de enfermedades contagiosas. Gracias a sus conocimientos pronto se dio cuenta que el causante de los males era el virus de la viruela.

Ante la gravedad de la epidemia, por medio del gobernador solicitó al virrey de Nueva España don José de Iturrigaray, le enviara “el pus de la vacuna” para contrarrestar el problema. Atendida su petición llegó a Loreto la sustancia, misma que fue aplicada mediante inyecciones a las personas enfermas. No se sabe de la eficacia del medicamento, aunque en otros lugares del mundo había sido exitosa.

Caso análogo pero 39 años después, en 1844, sucedió con una epidemia de viruela que padecía la población de La Paz y que se propagaba causando la muerte a niños, jóvenes y adultos. El jefe político en funciones, alarmado, buscó la manera de atacar la enfermedad. Al respecto del mandatario existe una confusión que es preciso aclarar.

Desde el mes de abril de 1843 hasta el 10 de mayo de 1844, el coronel Mariano Garfias fue designado Jefe Político de la Baja California. Antes de él había estado el también coronel Francisco Padilla, personaje que abandonó la jefatura por algunos meses y se fue a Mazatlán. Cuando Garfias entregó el gobierno lo sustituyó el coronel Francisco Palacios Miranda.

Sin embargo, en el libro “Los apuntes históricos de Manuel Clemente Rojo sobre Baja California” incluye un relato del señor Ramón Navarro, quien fuera jefe político de la entidad, en que afirma que después de Garfias llegó como encargado de la jefatura el coronel L. Maldonado (1844) y a él le tocó hacer frente a la epidemia de la viruela.

Como era un hombre muy atrabancado y acostumbrado a hacer su real gana, mandó traer la vacuna y en lugar de dejar que un médico la aplicara, él mismo lo hizo con ayuda del señor Francisco Lebrija, Juez de Primera Instancia. Así es que mandó por los enfermos y comenzó a vacunarlos según su propio método. Nomás que eran más los que morían que los que se salvaban.

Llegó a tal grado el miedo a vacunarse que los nativos huían a los montes donde se sentían más seguros. Y es que el procedimiento no era el adecuado. Platican los que se dieron cuenta de ello, que L. Maldonado insertaba en una aguja una mecha de lienzo, lo humedecía en pus y después la insertaba entre el cuero y la carne del enfermo. A los pocos días ya era difunto.

El señor Navarro dice que fue tanta la mortandad en la ciudad de La Paz, que de “600 almas solo quedaron 200…” La vacuna en sí era milagrosa, pero fue convertida en letal por obra y gracia de un jefe político ignorante.

sábado, 29 de octubre de 2011

Meléndrez, un patriota traicionado


Melendrez, un patriota traicionado

Por: Leonardo Reyes Silva

Antonio María Meléndrez Ceseña tuvo una actuación destacada durante la invasión filibustera de William Walker a la Baja California, en 1853 y 1854. De hecho fue él quien obligó a este invasor a refugiarse en los Estados Unidos, luego de varios combates en la parte norte de la península.

En el mes de noviembre de 1853 Walker llegó de sorpresa a La Paz, hizo prisionero al jefe político el coronel  Rafael Espinoza y mandó izar una bandera con los colores rojo y blanco y dos estrellas que simbolizaban a las entidades de Sonora y Baja California como integrantes de una nueva república y, desde luego, se hizo nombrar “Presidente” de la misma.

Pero poco le duró el gusto, por que a los pocos días tuvo noticias que se preparaba un contingente en el sur para combatirlo. Esto y el peligro que representaba el arribo de un barco de guerra mexicano, lo obligó a abandonar el puerto, no sin antes llevarse secuestrados al coronel Espinoza y al general Juan Clímaco Rebolledo que en mala hora había llegado a La Paz para hacerse cargo del gobierno.

Con los prisioneros y los documentos del archivo de la ciudad, se dirigió a Cabo San Lucas y de ahí tomó rumbo hasta llegar a Ensenada donde estableció su cuartel militar. Y sucedió lo mismo que en La Paz: el Subprefecto del Partido del Norte, el teniente coronel Francisco Javier del Castillo Negrete quien radicaba en Santo Tomás, le sorprendió la incursión de los filibusteros y de pronto no halló que hacer, por que no tenía soldados, armas ni municiones.

En ese dilema encontró ayuda inmediata y eficaz en la persona de Antonio María Meléndrez quien, con una fuerza de diez hombres, se enfrentó a los invasores logrando derrotarlos en las inmediaciones del rancho La Grulla. Días después, con un mayor  contingente, los californios apoyados por indios de la región continuaron los combates contra los filibusteros en la misma Ensenada, en San Vicente y en Santo Tomás. En el mes de mayo de 1854 tras una intensa persecución por parte de Meléndrez, el grupo de Walker se internó en los Estados Unidos a fin de librarse de sus atacantes.

Refieren las crónicas que influyó mucho en la derrota de Walker el hecho de que el barco Carolina donde tenía prisioneros a Espinoza y Clìmaco Rebolledo abandonó el puerto y los regresó a la ciudad de La Paz. Y para acabarla, en el buque se fueron también los víveres y los pertrechos de guerra.

En cuanto a Walker fue detenido en San Francisco y acusado de violar las leyes de neutralidad entre los dos países. Nada grave y por eso fue absuelto. Para muchos norteamericanos los invasores fueron héroes audaces seguidores del “Destino Manifiesto”. Para otros, los más sensatos, tal acción fue un desvergonzado crimen.

Y después de ese intento fallido de apoderarse de la Baja California, ¿Qué fue de Antonio Meléndrez? Mientras este patriota libraba los últimos combates contra los invasores, llegó en el mes de marzo a la ciudad de La Paz el general José María Rangel designado por el presidente Santa Ana como comandante y jefe superior político de la Baja California. Con una fama de hombre de pocas pulgas, acostumbrado a hacer las cosas con autoritarismo,  comenzó a gobernar según sus propias conveniencias.

En el Partido del Norte y ante la huida de Castillo Negrete a San Diego, se hizo cargo de esa región Antonio María Meléndrez. Pero no faltaron personas envidiosas e intrigantes que hicieron correr el rumor de que este patriota criticaba al gobierno de Santa Ana. Al saberlo, el general Rangel dispuso que una fuerza militar se dirigiera a San Felipe y que de ahí un emisario le llevara una carta a Meléndrez quien se encontraba en Ensenada.

En la misiva, Rangel le otorgaba el grado de comandante de escuadrón y una recompensa de 500 pesos. Pero en realidad, la orden que tenía el portador de la carta era asesinarlo, como en efecto sucedió. Ese fue el pago para el hombre que salvó a la península de la invasión filibustera de William Walker.

Aún así, el recuerdo del patriota aún permanece. Un ejido y en la actual Ensenada una escuela secundaria, una calzada y un parque llevan su nombre. Es lo menos para un héroe de la talla de Antonio María Meléndrez Ceseña. No fue así con William Walker a quien sólo las crónicas de acuerdan de él. En 1860, cuando andaba en sus andanzas filibusteras, fue capturado y fusilado en una ciudad de Nicaragua.

domingo, 16 de octubre de 2011

Sacerdote y guerrillero


Sacerdote y guerrillero

Por: Leonardo Reyes Silva

En 1825 a los 21 años de edad llegó el fraile dominico Gabriel González para hacerse cargo de la misión de Nuestra Señora del Pilar de Todos Santos. Llegó cuando los pocos centros misionales atravesaban por una crisis económica y de falta de neófitos, que obligó a las autoridades locales a emitir instrucciones para que las propiedades que usufructuaban los frailes pasaran a poder de particulares.

Como había sido costumbre, el padre González tuvo a su disposición las tierras de cultivo y de pastoreo que pertenecían a la misión, administró el producto de esas tierras y tuvo bajo control la fuerza de trabajo representado por los indios dependientes de ese centro religioso.

Acostumbrado a vivir—y vivir bien-- con esas canonjías, no le cayó nada bien que de pronto pretendieran quitarle sus propiedades, y fue ese el motivo de sus protestas y conatos de rebelión contra el gobierno en esa época representado por el jefe político Luis del Castillo Negrete. A tal extremo llegó el problema que en 1842 el padre González fue encarcelado acusado de iniciar una revuelta en contra del gobierno.

Pero ya desde antes, fray Gabriel había dado muestras de su innata rebeldía contra los intereses creados que afectaban el trabajo misional. Dos años después de haber llegado, un jefe político solicitó su expulsión de la península por su “conducta escandalosa y corrompida, usurero y perverso y el azote más cruel e inhumano para los infelices indios”.

Ciertamente el padre no era una perita en dulce. Alentado quizá por los ejemplos de otros sacerdotes, muy pronto, olvidándose de sus votos de castidad, tuvo amoríos con mujeres todosanteñas, una de ellas, Dionisia Villalobos Albáñez, fue la madre de 10 de sus hijos a quienes bautizó con los nombres de Salvador, Gregorio, Atanasio, Jesús, Pedro, Gabriel, Guadalupe, Dolores, Joaquín y Tomasa. En todos esos años hasta que murió en 1868, sus feligreses no lo repudiaron por el hecho de tener una vida sexual tan activa.

Pero todo esto quedó un tanto olvidado, por que al padre Gabriel González se le recuerda por su decidida participación en la defensa de nuestra península durante la intervención norteamericana en los años de 1847 y1848. Un carácter como el suyo no podía ser ajeno a la intromisión de fuerzas extranjeras en territorio nacional.
Desde el momento que las tropas norteamericanas se apoderaron de la ciudad de La Paz, el padre González comenzó a organizar un grupo de todosanteños para oponerse a la invasión. En el patio de la parroquia organizó una fiesta con el fin de promover el alistamiento contra los intrusos. Y ya con ese contingente se sumó a las fuerzas de Manuel Pineda que atacaban a los norteamericanos tanto en La Paz como en San José del Cabo.

Su presencia como caudillo fue relevante. En el informe que rindió Mauricio Castro al Secretario de Relaciones Exteriores en el mes de diciembre de 1847, destacó el patriotismo de los padres Gabriel González y Vicente Soto Mayor. Cabe señalar que incluso dos hijos del padre González participaron también en la lucha contra los invasores. Éstos declararon temerle más al sacerdote que a los jefes militares,  por la influencia que ejercía sobre el pueblo.

Como se sabe, el 2 de febrero de 1848 se firmó el Tratado de Guadalupe que puso fin a la guerra contra los Estados Unidos. Sin embargo en todo ese mes y el de marzo las guerrillas bajacalifornianas continuaron combatiendo en el sur de la entidad. A pesar de su resistencia, fueron derrotadas en San Antonio y Todos Santos, a resultas de lo cual tanto Manuel Pineda como el padre González fueron apresados y enviados al puerto de Mazatlán.

Liberados poco después regresaron a la península y se dedicaron a sus actividades propias. Hasta su muerte, ocurrida en 1868, el padre Gabriel continuó participando en la vida política y social de la Baja California. Cuando en 1851 la diputación territorial expidió un decreto de nacionalización y colonización de los terrenos de las antiguas misiones, el sacerdote dejó de ser el presidente de las misiones dominicas las que estuvieron a cargo desde entonces del clero secular.
Pero no fue fácil librarse de la presencia del padre. Con sus influencias logró la autorización para ejercer como cura secular bajo las órdenes de Juan Francisco Escalante, primer obispo de la Baja California.

Fray Gabriel González ejerció un auténtico liderazgo y su capacidad de convocatoria fue sorprendente, demostrada cuando se enfrentó a Luis del Castillo Negrete en 1842, y cuando participó contra la invasión norteamericana.

Fue un controvertido personaje que estuvo presente en los movimientos sociales y políticos de casi todo el siglo XIX. Fue un representante de Dios en la tierra que, a su modo, pretendió “desfacer entuertos” como el Quijote. Vivió sin hipocresías ni falsas actitudes de redentor. Actuó conforme le dictaba su conciencia y defendió los principios de su religión y de su Orden. Y cuando fue necesario salió en defensa de la libertad del pueblo al que siempre se debió.

sábado, 1 de octubre de 2011

El primer millonario de Sudcalifornia


El primer millonario de Sudcalifornia

Por: Leonardo Reyes Silva

Eran los tiempos de la colonización jesuita y las fundaciones de las misiones religiosas a todo lo largo de la península conocida como California. En Loreto, lugar donde se estableció la primera misión y el presidio, el padre Juan María de Salvatierra y después los padres Jaime Bravo, Juan de Ugarte y Clemente Guillén, fueron los organizadores de los centros religiosos algunos tan importantes como San Francisco Javier, Santa Rosalía de Mulegé y San José de Comondú.

Fue también la época, unos ciento cincuenta años atrás, en que navegantes y buscadores de fortuna recorrieron las costas californianas en busca de perlas y yacimientos minerales. Desde Hernán Cortés en 1535 hasta Isidro de Atondo y Antillón en 1683, las ostras perleras constituyeron el principal objetivo de sus expediciones.

Con el paso del tiempo la explotación de este molusco se fue reduciendo y más aún porque los misioneros prohibían la pesca y comercialización de las perlas. Pero a pesar de esto, la ambición de riquezas superó dificultades y anatemas. Y ese fue el caso de Manuel de Ocio, a quien el historiador norteamericano  Harrý Crosby lo llamó “el primer millonario de California”.

Manuel de Ocio, en los años de 1730 a 1740, fue un soldado del presidio de Loreto y estaba bajo las órdenes del comandante Esteban Rodríguez Lorenzo quien, por cierto, se convirtió en su suegro ya que se casó con su hija Rosalía. En esos años estuvo comisionado en varias misiones, entre ellas la de Todos Santos. Aquí tuvo lugar un grave percance debido a la insurrección de los indígenas en el sur de la península, en 1734.

Cuando llegó le llegó la noticia al padre Sigismundo Taraval de la muerte de los padres Lorenzo Carranco y  Nicolás Tamaral de las misiones de Santiago y San  José del Cabo, se negó de pronto a abandonar Todos Santos, a pesar del grave peligro que corría. Y fue entonces cuando Manuel de Ocio y otros dos soldados lo obligaron a huir para salvar su vida.

En 1740, Ocio se encontraba destacamentado en la misión de San Ignacio, apoyando las actividades religiosas del padre Fernando Consag quien fue el que inició la construcción de la iglesia utilizando piedra cantera de la región. Y así hubiera transcurrido su vida, si no es que un suceso fortuito le cambió su suerte.

Resulta que a resultas de un mal tiempo, el mar arrojó en las costas cercanas a la misión una gran cantidad de ostras perleras, mismas que fueron encontradas por los indígenas que merodeaban esas playas. Y como sabían que las perlas eran muy apreciadas por los españoles, llevaron una buena cantidad a los soldados quienes las adquirieron a cambio de baratijas y prendas de vestir. Ocio, con gran visión dedujo que en esos litorales  deberían existir ricos bancos perleros y sin pérdida de tiempo regresó a Loreto donde solicitó su baja de la milicia, para dirigirse a la contracosta—Matanchel—con el fin de proveerse de canoas y mercancías.

Ya de vuelta a la zona de pesca, Ocio comenzó la explotación y el producto le permitió en los años siguientes recaudar hasta once arrobas de hermosas perlas, lo que le permitió excelentes ganancias. Sin embargo, la competencia en la explotación de los placeres y e hecho de que solamente en los meses de verano y otoño se podía bucear en los yacimientos, obligó a Manuel de Ocio a buscar otras alternativas de trabajo.
En 1748, acompañado de vaqueros, soldados jubilados y de indígenas de sonora, Ocio fundó el Real de Santa Ana en el sur de la península. Ahí se dedicó a la extracción y beneficio de la plata. Años después se fundaron también los pueblos mineros de El Triunfo y San Antonio. Dice un descendiente de la rama de los Mendoza que el Real llegó a tener 22 familias trabajando para Ocio y que los operarios de las minas eran cerca de 200 obreros.

De esta forma, Ocio combinó la pesca de las conchas perleras con la explotación de la plata y en menos proporción el oro. Según un reporte a la Caja Real de Guadalajara, Ocio declaró que hasta el año de 1768 se habían logrado obtener 24 mil 642 marcos de plata. Después de ese año, justo cuando los jesuitas fueron expulsados de la península, tres de las minas de Ocio y la hacienda de beneficio del Real de Santa Ana fueron adquiridas por el gobierno virreinal Así terminaron las actividades mineras de este exsoldado del presidio de Loreto.

Dicen las crónicas que Ocio murió asesinado en el pueblo minero que fundó. De su familia, doña Rosalía y sus hijos Antonio y Mariano, se sabe que se fueron a radicar a la ciudad de Guadalajara. Una parte de sus descendientes emigraron a la región norte de la península, como la señora Marina Ocio que vivía en el rancho “Guadalupe de los Ocios” cerca de San Vicente, y la cual afirmaba que era nieta directa de don Manuel.
  
Manuel de Ocio se hizo millonario con las perlas y la plata. Pero a juicio de muchos historiadores, el mayor mérito que no llevó el signo de pesos, fue el haber establecido el primer núcleo poblacional que no estaba bajo la jurisdicción de los jesuitas. El Real de Santa Ana fue por eso el punto de partida para que , con el tiempo, la mayoría de los pueblos misionales dejaran de depender de las autoridades religiosas y se convirtieran en comunidades donde las tierras eran propiedad de sus habitantes.

domingo, 18 de septiembre de 2011

El triunfo del padre Juan de Ugarte


El triunfo del padre Juan de Ugarte

Por: Leonardo Reyes Silva

La balandra “El triunfo de la cruz” navegaba con viento de fronda rumbo a la costa sonorense. Había salido de Loreto un día antes por la mañana y los tripulantes, con la alegría en sus rostros, ya divisaban el litoral, aprestándose a los preparativos del desembarco. Con ellos iba el sacerdote jesuita Juan de Ugarte quien haría contacto con algunas misiones de la contracosta, a fin de recibir la ayuda para los establecimientos religiosos de California.

No era la primera vez que la embarcación hacía el viaje enfrentando las tranquilas aguas del Mar de Cortés, aunque muchas veces el mar encrespado o la ausencia de viento retardaba la travesía, con la natural preocupación de los marinos y los pasajeros que iban a  bordo. Además, navegar en una balandra que ya tenía cerca de cien recorridos por los puertos principales de las costas de Sonora y Sinaloa, amén de otros a lo largo de la península californiana, no ofrecía ninguna seguridad primero, por su reducida eslora y segundo, por la falta de un adecuado mantenimiento.

En la contracosta hicieron contacto con las padres que atendían las misiones jesuitas de Sinaloa, Ostimuri y Sonora, quienes en un principio les regalaban productos diversos como trigo, maíz, frijol, hortalizas y telas para vestir. Después, cuando la economía se diversificó, los productos se los vendían, dado que las misiones peninsulares recibían el apoyo del Fondo Piadoso de las Californias. Bien de una forma o de otra, el abastecimiento ayudó en mucho a la permanencia de las misiones californianas.

De regreso a Loreto después de varias semanas de ausencia, “El Triunfo de la Cruz” era recibido con júbilo, y de inmediato se tomaban las medidas para distribuir las provisiones a las misiones más alejadas—y más necesitadas--, como La Purísima Concepción de Cadegomó, San José de Comondú, Santa Rosalía de Mulegé, San Francisco Javier Viggé Viaundó  y de Nuestra Señora de los Dolores Chillá. Sobre este acontecimiento, una crónica dice:
Una mañana de junio de 1732, los habitantes de Loreto, capital de las Californias, se despertaron con el tañer de las campanas de la iglesia. El padre Jaime Bravo, ministro residente de la misión de Nuestra Señora de Loreto, Conchó, mandó que resonaran éstas ante la llegada de la balandra “El Triunfo de la Cruz”. La embarcación venía de San Blas, puerto de la otra banda y traía víveres, haberes para la tropa, bastimentos para las demás misiones, ropa, objetos para las iglesias, correspondencia, libros, algunos animales como caballos y burros, así como otras cosas de utilidad…”

Y es que desde la fundación de la misión de Loreto en 1697, la principal preocupación del padre Juan María de Salvatierra fue proveer de lo necesario a las misiones que se iban estableciendo, aunque eso lo obligó a solicitar la ayuda de las misiones de Sonora y Sinaloa. Para su buena suerte allá se encontraba el padre Eusebio Francisco Kino quien le dio toda el auxilio posible. Aún así, hubo épocas difíciles por la falta de provisiones, tanto, que llegaron a pensar en abandonar su misión evangélica en la península.

Los jesuitas contaban con dos embarcaciones pequeñas llamadas San Javier y El Rosario con las que se comunicaban con Sonora a través del puerto de Guaymas. Pero con el tiempo se deterioraron a tal grado que realmente era un peligro navegar en ellas.  Los padres Ugarte y Píccolo que hacían las travesías, seguramente en cada una de ellas, al iniciarla, se confesaban y dejaban escrito su testamento. Fue por eso que atendiendo la sugerencia de contar con un barco más grande y más seguro, y contando con el apoyo del padre Jaime Bravo en ese entonces `procurador de las misiones, el padre Ugarte se dio a la tarea de construir una balandra utilizando la madera de la región.

En efecto, en 1719, con carpinteros de la contracosta y ayudado por los neófitos de la región, derribaron árboles conocidos como “Guérivos” en las cañadas cercanas a la misión de Mulegé, los convirtieron en tablas y vigas y después, por medio de carretas tiradas por bueyes y mulas, los llevaron a la playa donde comenzaron a construir la embarcación. Nos imaginamos las dificultades por las que atravesó el P. Ugarte, sobre todo para alimentar a las personas que lo ayudaron y al mismo tiempo conseguir los otros materiales que necesitaría la balandra.

Pero al fin sus esfuerzos dieron resultado. El día 14 de noviembre de 1719, “El Triunfo de la Cruz” fue botado al agua y según las opiniones de los que estuvieron presentes “era el buque más bello, más fuerte y más bien hecho de cuantos hasta entonces se habían visto en el Golfo de California” Y era verdad, pues esa balandra aportó innumerables servicios a los misioneros en sus 120 viajes que realizó durante  25 años.

¿Y que destino tuvo esa balandra a raíz de que los jesuitas fueron expulsados de la península, en 1768? En el inventario que se levantó de las propiedades de la misión de Loreto, solamente aparecen dos embarcaciones: una canoa “San Solano” en buen estado, y una lancha conocida como “San Miguel” de nueve metros de larga por dos y medio de ancho. Pero de “El Triunfo de la Cruz” ningún indicio.

Es probable que después de prestar sus servicios durante 25 años—hasta 1744—la embarcación, con los naturales deterioros, haya quedado inutilizada para el servicio, por lo que los misioneros en esos años consiguieron otras en mejor estado. En efecto, en 1759, con autorización del Real Erario, se construyó un barco en Loreto bajo la dirección del P. Lucas Ventura, y posteriormente contaron con otro más, lo que solucionó la falta de comunicación con otros lugares.

Pero queda en la historia de la Baja California el primer barco que se construyó en esta tierra y el cual por muchos motivos fue, de hecho, el triunfo del padre Juan de Ugarte.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Un pinole muy original


Un pinole muy original

Por: Leonardo Reyes Silva
Los primeros navegantes que llegaron a la península de California dan cuenta de las costumbres de los grupos indígenas, de su vestimenta y los alimentos que consumían. Los que vivían cercanos a las costas eran diestros en la pesca y aprovechaban toda clase de mariscos como las jaibas, los camarones y las langostas; también moluscos como las almejas, los caracoles y los abulones. Desde luego eran afectos a la carne de caguama y la de una que otra ave marina.

Pero los que vivían en el interior, sin tener acceso a las costas, basaban su alimentación en lo que producían las plantas del campo y de los animales salvajes. En una región desértica como era la de California, los indígenas conocían los arbustos  que podían comerse, y en sus largos recorridos por los llanos y los montes seleccionaban los frutos, los tallos y las raíces que pudieran nutrirlos.

Complementaban su alimentación con la carne de pequeños animales como la liebre, el conejo,  las ardillas, las ratas, las culebras y las lagartijas. Cuando cazaban un venado era día de fiesta. Tampoco le hacían el feo a los gusanos que asados eran una delicia para el paladar de los indios. Y cuando el hambre apretaba incluían en su dieta arañas, chapulines, grillos y larvas de hormigas.

Los indígenas californios dependían totalmente de la naturaleza y es por eso que aprendieron a respetarla. Sin pretenderlo, fueron los primeros ecologistas de la península. Y por eso conocían los ciclos de reproducción de las plantas y los animales para, en su  momento, poder aprovecharlos al máximo. Sabían, por los cientos o miles de años de permanencia en ella, que sólo respetando su medio ambiente podrían sobrevivir.

En la temporada cuando el campo reverdecía y las plantas comenzaban  a madurar sus frutos, se iniciaba la recolección de éstos con la participación de toda la tribu. Sobre todo buscaban los frutos de la pitahaya, del ciruelo silvestre, del zalate y del mezcal. Y de las raíces preferían la de la yuca y la jícama, además de algunas semillas de los árboles de palo blanco, palo verde, palo chino, el cardón y la biznaga.

Cuentan las crónicas de esa época, que esa temporada era conocida como Meyibó, la mejor del año que era cuando cosechaban las pitahayas dulces. Y la siguiente, conocida como Ammadí-appí, en la que lo hacían con la pitahaya agria. Y como los indios vivían como quien dice al día, no se movían de un lugar hasta que no se acababan los frutos. Comían hasta hartarse como pensando “por ni no te vuelvo a ver”

Cuando llegaron los misioneros jesuitas y conocieron sus formas de vida, sobre todo de las costumbres para alimentarse, procuraron conocer el valor nutritivo y desde luego el sabor—de esas frutos y raíces, intención en la que colaboraron los indios, ya que de continuo eran los regalos que éstos les ofrecían a los religiosos. Algunos ya los conocían como las pitahayas y la yuca, pero otros como las ciruelas silvestres y algunas semillas les eran desconocidas.

Y esa curiosidad por enterarse de la alimentación indígena dio pauta para una anécdota que el propio protagonista la confirmó: En una ocasión, el padre Francisco María Píccolo—llegó a California en 1697, después de una extraordinaria labor en la sierra tarahumara—visitó a unas familias de indígenas cochimíes en el momento en que distribuían su exigua pitanza. Cuando lo vieron llegar de inmediato le ofrecieron un cuenco lleno de atole, mismo que disfrutó a la par que lo hacían sus comensales. Eso sí, le notó un olorcillo que no pudo identificar.

Cuando se lo terminó preguntó de que estaba hecha le bebida, por lo que una de las mujeres le explicó que la hacían de pinole, producto de las semillas trituradas de las pitahayas, a la par que le mostraba una batea rebosante de ese preparado.  Pensamos que debió haberle gustado y que llevó un poco para la misión de Santa Rosalía de Mulegé, lugar donde estaba asignado. En el camino de regreso debió haber pensado: ¡Qué ingeniosos son estos indios!

No se sabe si repartió el pinole a sus neófitos, o  lo guardó para su consumo particular. Ni tampoco si llevado del buen sabor del atole, volvió a visitar a las familias en busca de ese apetitoso alimento. Y así hubieran quedado las cosas, si no es que otro misionero diera a conocer el origen del mentado pinole.

Resulta que los indígenas previendo la época del año en que se les dificultaba encontrar sustento en la naturaleza, procuraban guardar los frutos y las carnes de diferentes formas. Pero aún así, cuando la hambruna hacía presa de ellos, era entonces cuando tenían que recurrir a los últimos extremos de la sobrevivencia. Y era entonces cuando aprovechaban las semillas de las pitahayas.

El procedimiento era sencillo: Pasados algunos meses, regresaban a los lugares donde se habían alimentado con estas frutas y donde también habían hecho sus necesidades fisiológicas. Con unos varejones golpeaban los excrementos para ese entonces ya resecos, hasta separar las semillas. Con cuidado las recogían y las ponían a tatemar para después convertirlas en pinole utilizando sus metates. Y ya sea comiéndolo en seco o en atole les servía para “irla pasando”.

Cuando llegó a oídos del padre Píccolo el origen del atole que tanto le gustó, comprendió a que se debía el olor que  desprendía el pinole. Y resignado, lo único que acertó a decir fue: ¡Siquiera las hubieran lavado!, refiriéndose a las semillas. Aún así, siguió compartiendo las vicisitudes de los indios hasta 1729, fecha en que murió en la misión de Loreto, Conchó, a la edad de 79 años.

sábado, 20 de agosto de 2011

El capitán Rivera y Moncada


El capitán Rivera y Moncada

Por: Leonardo Reyes Silva

Durante la conquista espiritual de California en los siglos XVII y XVIII, los misioneros jesuitas, franciscanos y dominicos siempre se hicieron acompañar de contingentes militares que si bien estaban sujetos a la autoridad de los religiosos, también tenían instrucciones de apoyar  la catequización de los indígenas y, en caso de ser necesario, imponer el orden y la disciplina.

Así, cuando el padre jesuita Juan María de Salvatierra estableció la misión de Nuestra Señora de Loreto, en 1697, lo hizo acompañado de don Luis de Torres Tortolero, alférez y primer capitán del presidio que se iba a erigir, y de don Esteban Rodríguez Lorenzo quien pasados los años se haría cargo también de ese establecimiento militar.

Fue en el año de 1751 cuando a la muerte del capitán Bernardo Rodríguez—había sustituido a su padre don Esteban—y a solicitud de los misioneros, el capitán Fernando Javier de Rivera y Moncada ocupó el puesto de Comandante de California el cual ejerció “por más de dieciséis años con tanto acierto, prudencia, edificación, desinterés y aceptación común, que desempeñó abundantemente la esperanza que de su persona habían concebido los padres…”

En 1767, con motivo de llevar a cabo la expulsión de los jesuitas, llegó a California don Gaspar de Portolá en su carácter de gobernador. Una de sus primeras acciones fue destituir de su cargo a Rivera y Moncada, aunque poco después se le nombró capitán del presidio de Loreto. Como tal le tocó colaborar con los misioneros franciscanos quienes se habían hecho cargo de los establecimientos religiosos en la península.

Cuando el visitador José de Gálvez dispuso la ocupación de la Alta California con el fin de fundar nuevas misiones y fuertes, la orden de los franciscanos fue la autorizada para llevar a cabo tal encomienda. Y así, en el año de 1769, en el mes de marzo, el primer grupo de soldados de “cuera”, indios cristianos y el fraile Juan Crespí, bajo el mando de Rivera y Moncada, hicieron rumbo al puerto de San Diego adonde llegaron a mediados del mes de mayo. Después llegó también otro grupo en el que iba Fray Junípero Serra y el gobernador Gaspar de Portolá.

El establecimiento de las primeras misiones en la Alta California tuvo diversos grados de dificultad, sobre todo por la falta de víveres tanto, que fue necesario que Rivera y Moncada regresara a la península para proveerse de ellos. A su regreso llevó consigo varios cientos de reses que aliviaron de alguna forma los sufrimientos de los colonos. Las crónicas refieren que para mitigar el hambre, los soldados mataban osos que abundaban en esas regiones.

Cuando se establecieron las misiones de San Diego y San Carlos Borromeo y el fuerte de Monterrey, Rivera y Moncada fue designado Comandante de éste último, pero por razones de mando y administración siempre tuvo dificultades con el comandante Pedro Fagés y también con fray Junípero Serra. Fueron tan serios los problemas que obligaron a Moncada a solicitar su baja del ejército.

Se encontraba radicando en la ciudad de Guadalajara cuando de nueva cuenta en 1774 se incorporó al servicio militar, para ser designado como gobernador de la Alta California, en sustitución del capitán Fagés. Atendiendo  las instrucciones recibidas del virrey  continuó con las exploraciones hacia el norte, hasta lo que hoy es la ciudad de San Francisco, lugar donde se estableció un presidio.

En ese mismo año de 1774, el capitán Juan Bautista de Anza, jefe del presidio de Tubac, en los límites de Sonora y Arizona, inició la exploración para encontrar el camino que lo llevara al presidio de Monterrey, atravesando la región desconocida de los ríos Gila y Colorado. Después de una penosa travesía y con la ayuda del cacique yuma Salvador Palma, logró llegar a su destino después de recorrer cerca de 1200 kilómetros.

Por segunda ocasión y contando con el visto bueno del virrey don Antonio de Bucareli y Urzúa, organizó una segunda expedición a fin de confirmar la ruta hacia la Alta California. A finales de 1774 cruzó la Sierra Nevada y llegó a la misión de San Gabriel y después a la de Monterrey.

La referencia es obligada pues es la ruta que siguió Rivera y Moncada en 1781 con el fin de fundar los Ángeles con inmigrantes sonorenses. Y por que en ese recorrido perdió la vida a manos de los indígenas yumas y junto con él los padres Garcés y Díaz que habían acompañado en anteriores ocasiones a Juan Bautista de Anza.

Triste fin el del capitán Fernando Javier Rivera y Moncada, un hombre que acompañó a los padres jesuitas en la noble tarea de fundar misiones y atender a sus feligreses. Y que participó activamente en la colonización de la Alta California no obstante sus dificultades con las autoridades del gobierno virreinal y los misioneros franciscanos.