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sábado, 12 de noviembre de 2011

La vacuna milagrosa


La vacuna milagrosa

 Por: Leonardo Reyes Silva
Cuando Edward Jenner descubrió la vacuna contra la terrible enfermedad de la viruela negra, ya el virus había matado a millones de seres humanos en todo el planeta. Desde varios siglos A.C. la peste asoló a muchas regiones del Oriente, y todavía en 1720 hizo estragos en Francia e Italia.

Sobre este último país es conocida la historia de 10 jóvenes—7 mujeres y 3 hombres—que huyendo de la peste en la ciudad de Florencia se refugiaron en un apartado rincón de la campiña, donde permanecieron hasta que se terminó la epidemia. Así lo relata Giovanni Boccaccio en su famosa obra “ El Decamerón” escrita en el año de 1348.

Se debe recordar también la devastación causada por las pandemias de 1521 y 1575 en la Nueva España, sobre todo la `primera dado que por su causa los aztecas  infectados de ese mal, no pudieron ofrecer resistencia a los embates de las tropas españolas. De no ser por eso, otro gallo hubiera cantado.

Y es que el virus de la viruela no se conocía en América sino que fueron los españoles los que transportaron la enfermedad. Los indios no tenían defensa alguna, ni natural ni medicinal. Cuando los conquistadores llegaron a las diferentes regiones del continente llevaron con ellos el virus de la viruela y, en su momento, contagiaron a los grupos indígenas de California.

Las crónicas de esa época, particularmente en la época de la evangelización jesuítica en el siglo XVIII, refieren con detalle las epidemias que casi acabaron con la población indígena concentrada en las misiones establecidas por los misioneros en San Javier, Mulegé, Comondú, San Ignacio, Santiago y San José del Cabo. El sarampión, el paludismo, la tifoidea, la sífilis y la viruela causaron gran mortandad en los indefensos indígenas.

Para 1768, de 41500 naturales que existían cuando llegaron los misioneros jesuitas, solamente quedaban 700, mismos que desaparecieron cincuenta años después. Desde luego fueron varias las causas de su desaparición, pero una de ellas, quizá la más seria, fueron las enfermedades que contrajeron.

En 1805, siendo gobernador de la Baja California don Felipe de Goycoechea, llegó a Loreto el médico cirujano y botánico don José Francisco Araujo, quien venía a inspeccionar las causas por la cuales muchos nativos morían de enfermedades contagiosas. Gracias a sus conocimientos pronto se dio cuenta que el causante de los males era el virus de la viruela.

Ante la gravedad de la epidemia, por medio del gobernador solicitó al virrey de Nueva España don José de Iturrigaray, le enviara “el pus de la vacuna” para contrarrestar el problema. Atendida su petición llegó a Loreto la sustancia, misma que fue aplicada mediante inyecciones a las personas enfermas. No se sabe de la eficacia del medicamento, aunque en otros lugares del mundo había sido exitosa.

Caso análogo pero 39 años después, en 1844, sucedió con una epidemia de viruela que padecía la población de La Paz y que se propagaba causando la muerte a niños, jóvenes y adultos. El jefe político en funciones, alarmado, buscó la manera de atacar la enfermedad. Al respecto del mandatario existe una confusión que es preciso aclarar.

Desde el mes de abril de 1843 hasta el 10 de mayo de 1844, el coronel Mariano Garfias fue designado Jefe Político de la Baja California. Antes de él había estado el también coronel Francisco Padilla, personaje que abandonó la jefatura por algunos meses y se fue a Mazatlán. Cuando Garfias entregó el gobierno lo sustituyó el coronel Francisco Palacios Miranda.

Sin embargo, en el libro “Los apuntes históricos de Manuel Clemente Rojo sobre Baja California” incluye un relato del señor Ramón Navarro, quien fuera jefe político de la entidad, en que afirma que después de Garfias llegó como encargado de la jefatura el coronel L. Maldonado (1844) y a él le tocó hacer frente a la epidemia de la viruela.

Como era un hombre muy atrabancado y acostumbrado a hacer su real gana, mandó traer la vacuna y en lugar de dejar que un médico la aplicara, él mismo lo hizo con ayuda del señor Francisco Lebrija, Juez de Primera Instancia. Así es que mandó por los enfermos y comenzó a vacunarlos según su propio método. Nomás que eran más los que morían que los que se salvaban.

Llegó a tal grado el miedo a vacunarse que los nativos huían a los montes donde se sentían más seguros. Y es que el procedimiento no era el adecuado. Platican los que se dieron cuenta de ello, que L. Maldonado insertaba en una aguja una mecha de lienzo, lo humedecía en pus y después la insertaba entre el cuero y la carne del enfermo. A los pocos días ya era difunto.

El señor Navarro dice que fue tanta la mortandad en la ciudad de La Paz, que de “600 almas solo quedaron 200…” La vacuna en sí era milagrosa, pero fue convertida en letal por obra y gracia de un jefe político ignorante.

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