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martes, 27 de diciembre de 2011

Chimbiká, el rey del desierto californiano


Chimbiká, el rey del desierto californiano

Por: Leonardo Reyes Silva

Así llamaban los indios al más grande animal salvaje que habitaba la península de la Baja California. Tanto los pericúes del sur, como los guaycuras y los cochimíes que habitaban el resto de la entidad lo conocían, pero un tanto debido a sus creencias que impedían matarlo y también porque aprendieron a convivir con él, este felino era el amo y señor de los montes y valles.

Los navegantes que arribaron a las costas californianas en el siglo XVII, al describir las costumbres de los indios dan fe de los regalos que les hicieron, entre ellos unas pieles de un animal al que ellos llamaban “Chimbiká” y que los marinos identificaron como cueros de tigre y de león. En realidad eran pieles de lo que después se conoció como Puma o León Americano, una especie muy difundida en toda la América del Norte.

Cuando los padres jesuitas llegaron a las Californias para fundar sus misiones, trajeron consigo animales domésticos como cabras, borregos, vacas y caballos, mismos que se distribuyeron a los centros religiosos que iban estableciendo. Con el paso de los años se obtuvieron crías que aumentaron los rebaños en muy buena proporción como fue el caso de las  misiones de San Francisco Javier, Comondú, La Purísima y San Luis Gonzaga.

La carne de esos animales sirvió para complementar la dieta de los indios que radicaban en las misiones, aunque no en la proporción que ellos deseaban, por lo que el ganado fue en aumento, aprovechando las grandes extensiones de terreno donde podían alimentarse.  Pero si los nativos no disfrutaban de la carne de esos animales, si lo hacían los leones y los coyotes que mataban a las crías sin que los misioneros pudieran evitarlo.

El padre Miguel del Barco, encargado de la misión de San Francisco Javier, se quejaba de la falta de mulas y caballos, porque la cruza entre las yeguas, caballos y burros se hacían en el campo y no tenían control sobre ellos. Y eso originaba que los leones dieran cuenta de las crías, a veces sin dejar una sola. Por su parte, Juan Jacobo Baegert, de la misión de San Luis Gonzaga, informaba que en un año “los leones mataron a cincuenta de mis potrillos y becerros. Algunas veces hasta se atreven a atacar a caballos y mulas…”

El mismo padre Baegert, en una carta que le mandó a su hermano George también misionero, le dice: “Hace algunas semanas mi boyero me trajo un animal que llaman león el cual algunas veces mató a todos mis potrillos y terneras, como ocurrió este año. Tuvo suerte en poder matarlo por medio de una piedra que le tiró desde lo alto de una roca. Era muy joven. Las garras eran la mitad de gruesas respecto a otro ejemplar que fue muerto por los perros y después enviado a mí. Sin embargo las patas eran tan grandes como las de un becerro de diez semanas de nacido. El cuerpo era muy largo con pelambre corta parecida a la piel de un caballo. El color es amarillento las orejas cortas,  cabeza y bocas son redondas con un buen juego de dientes y un bigote como de un gato. Pienso que estos animales, con excepción del color y pelaje, tienen más semejanza con los tigres que con los leones…”

Después de que los jesuitas fueron expulsados de la península en el año de 1768, el padre Miguel del Barco en un manuscrito que dio a conocer, describió con amplitud las características del que llamó “leopardo o león y que los indios cochimíes llamaban Chimbiká que significa gato montés grande”. Y Francisco Javier Clavijero, en su “Historia de la Antigua o Baja California”  también se refiere a estos animales muy numerosos en la península, “porque no atreviéndose los californios a matarle a causa de cierto temor supersticioso que le tenían antes de convertirse al cristianismo, se fueron multiplicando con mucho perjuicio de las misiones que después se fundaron, pues hacían estragos en los ganados y tal vez en los hombres, de los cual se vieron algunos ejemplos trágicos en los últimos años que estuvieron allí los jesuitas…”

Contra lo que pudiera esperarse, en ese periodo de la existencia de las misiones y de los padres jesuitas, franciscanos y dominicos que las atendieron, nada se hizo para diezmar a esa fiera salvaje por lo que su número fue aumentando. Ni trampas, ni batidas, ni cacería con armas de fuego se utilizaron para acabar con el peligro que representaba este animal. Todavía a mediados del siglo XIX, muchas personas dieron fe de su encuentro con leones, pero sin consecuencias que lamentar. Y es que, de tiempo atrás, se sabía que estas fieras le temían al hombre, salvo algunos casos donde fue atacado por En los últimos años poco se sabe de la existencia de leones en nuestra península. Su extinción se debió a la multiplicación de ranchos en las sierras y la matanza de ellos por los rancheros con el fin de proteger a su ganado. Aunque todavía en lo alto de las sierras de San Francisco, de La Giganta, de La Laguna y de La Victoria, moran unos cuantos ejemplares.

Hace dos décadas recorrí algunos ranchos de la sierra de La Laguna, por el lado de San Antonio de la Sierra. En uno de ellos saludé a don Sebastián Cosió quien tenía fama de cazador de leones. Entre trago y trago de café, platicó que según sus cuentas había matado cerca de cien de estos animales, auxiliado por sus perros y una carabina 30-30. De las comunidades de las regiones de Santiago, Miraflores, San Bartolo, Todos Santos y San Antonio, lo mandaban llamar para que diera cuenta de leones que asolaban al ganado.

Cuando le pregunté si había comido carne de ese animal me contestó que sí, pero fue por necesidad. Él y otro compañero se pasaron todo el día rastreando uno que dio por matar al ganado. Ya muy tarde lo encontraron y le dieron un balazo y como no habían comido en todo esas largas horas, su amigo arrancó unas tiras de carne del león y las puso a asar. Don Sebastián no pudo aguantarse y se comió un buen pedazo. “hasta eso—comentó—tiene muy buen sabor”.

Lástima que los indios de California no supieron aprovechar la carne y la piel de estos animales. Con su permanente hambruna que los hacía comer lagartijas, lombrices y otras sabandijas, un bocado de carne de Chimbiká les sabría a gloria.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Una planta para la sobrevivencia: el mezcal


Una planta para la sobrevivencia: el mezcal

Por: Leonardo Reyes Silva
Cuando llegaron los misioneros jesuitas a California y comenzaron a conocer las costumbres de los grupos indígenas que la habitaban, pusieron especial atención en la diversidad de sus alimentos y que medios utilizaban para conseguirlos, tomando en cuenta que vivían de la caza, la pesca y  la recolección de frutos y raíces de su entorno.

Los padres jesuitas Miguel Venegas, Juan Jacobo Baegert, Miguel del Barco,  Francisco Xavier Clavijero y Luis de Sales, entre otros, se refirieron a las costumbres culinarias de los californios, pero fue del Barco el que describió con minuciosos detalles las maneras como lograron sobrevivir en un medio tan difícil como el de la península.

Como otros grupos aborígenes de muchas partes del mundo, los de California echaban mano de cuanto bicho se les presentara con tal de mitigar el hambre. Así, las lagartijas, las víboras, las arañas, ratas, ratones, tuzas, gusanos o cualquier otro insecto iba a parar al estomago, aunque la mayoría de ellos eran pasados por la lumbre. Así lo hacían con las aves, los peces y tortugas y, cuando tenían la suerte de matar un venado, la tatema  alcanzaba para varias familias.

Pero también aprovechaban los frutos silvestres, las hojas, los tallos y las raíces. Las pitahayas dulces y agrias, las ciruelas, los frutos del garambullo, del nopal y de la cholla, los higos silvestres y las raíces de la yuca. Y de las hierbas no le hacían mal gesto a la verdolaga, el quelite y la endivia.  Las semillas predilectas eran las de la zaya, la jojoba y el palo verde.

En los tiempos donde la comida escaseaba, los indios echaban mano de las semillas de pitahaya, pues con ellas hacían una especie de pinole que era muy de su gusto. Nomás que esas semillas tenían un pero, porque las recogían del excremento humano ya seco. Con cuidado, golpeando con un varejón, separaban las semillas y después las tostaban auque ni así, dicen, desaparecía la pestilencia. Según una anécdota, el padre Francisco María Píccolo sin saberlo y tratando de congraciarse con ellos,  probó ese “alimento”.

Sin embargo, unos de los alimentos que más apreciaban era una planta que se daba en los valles y las partes serranas de la península. Y la apreciaban por la sencilla razón de que  gran parte del año podían aprovecharse de ella, cuando otros alimentos escaseaban. Es planta no era otra que el mezcal una variedad del agave que se produce en todo México y, por fortuna también en Baja California.

Miguel del Barco—también lo hacen los otros cronistas—describe como eran las plantas y la forma como los indígenas se beneficiaban de ellas. Antes de florecer, las indias con un pedazo de madera adelgazado en un extremo, cortaban las hojas o pencas a fin de dejar solamente la cabeza que es la que aprovechaban. Después de cortarlas dejándoles una cuantas pencas, las trasportaban hasta el paraje por medio de una bolsa en forma de red que se colocaban en la espalda, sujeta por unos cordeles que se sostenían con la frente. Un pedazo de piel de venado amortiguaba la presión en ese lugar de la cargadora.

Cuando llegaban al paraje, abrían un hoyo y en él colocaban leña y piedras  a fin de hacer una hoguera. Después de que las piedras estaban al rojo vivo colocaban encima de ellas las cabezas de los mezcales y tapaban todo con la tierra caliente de las orillas del pozo. Después de dos días sacaban la “tatema” y se disponían a comérsela. Primero masticaban las pencas para saborear el jugo, ya que las hebras del mezcal por fibrosas no eran comestibles. Y después la parte carnosa la cortaban en trozos y así la consumían.  Era un alimento nutritivo y de buen sabor y por eso los indios lo procuraban casi todos los meses del año.

Dicen los jesuitas que aunque de esa planta se podía extraer el jugo para convertirlo en licor, los californios nunca lo intentaron, conformándose con chuparlo y comérselo. Fue bueno ignorarlo, porque de lo contrario los padres hubieran encontrado una población adicta al alcohol lo que, aparte de las condiciones infrahumanas en que vivían, ese vicio junto con las enfermedades, hubiera acabado más pronto  con sus vidas.
Con el paso de los años, las personas que se quedaron  en las misiones y los que fundaron los ranchos en California, aprendieron a destilar licor extraído de los agaves, bien para uso propio o para comercializarlo. El historiador Harry Crosby, en su libro “Los últimos californios” describe el proceso de la destilación del mezcal en un rancho de la sierra de Guadalupe:
Cuando el horno estaba caliente junto con las piedras, se abría y se llenaba de mezcales, se tapaba con una plancha de metal y se sellaba con lodo para que no escapara el vapor o el calor. Allí, los agaves se asaban durante cuatro días antes de ser removidos, machacados, puestos en un barril y cubiertos con agua. Al cabo de cuatro o cinco días, un fermento, causado por una levadura que ocurre naturalmente, corría su curso; el mezcalero sólo tenía que revolver su mezcla diariamente. Luego todo el contenido del barril era transferido a un alambique primitivo y destilado de manera similar a la que se emplea para convertir la mayoría de las fermentaciones en licores fuertes.

Fue buena suerte para los californios no conocer este procedimiento, ni que los jesuitas se lo enseñaran. Así, solo fue un magnífico alimento que permitió la sobrevivencia de los Cochimíes, Guaycuras y Pericúes.