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sábado, 20 de agosto de 2011

El capitán Rivera y Moncada


El capitán Rivera y Moncada

Por: Leonardo Reyes Silva

Durante la conquista espiritual de California en los siglos XVII y XVIII, los misioneros jesuitas, franciscanos y dominicos siempre se hicieron acompañar de contingentes militares que si bien estaban sujetos a la autoridad de los religiosos, también tenían instrucciones de apoyar  la catequización de los indígenas y, en caso de ser necesario, imponer el orden y la disciplina.

Así, cuando el padre jesuita Juan María de Salvatierra estableció la misión de Nuestra Señora de Loreto, en 1697, lo hizo acompañado de don Luis de Torres Tortolero, alférez y primer capitán del presidio que se iba a erigir, y de don Esteban Rodríguez Lorenzo quien pasados los años se haría cargo también de ese establecimiento militar.

Fue en el año de 1751 cuando a la muerte del capitán Bernardo Rodríguez—había sustituido a su padre don Esteban—y a solicitud de los misioneros, el capitán Fernando Javier de Rivera y Moncada ocupó el puesto de Comandante de California el cual ejerció “por más de dieciséis años con tanto acierto, prudencia, edificación, desinterés y aceptación común, que desempeñó abundantemente la esperanza que de su persona habían concebido los padres…”

En 1767, con motivo de llevar a cabo la expulsión de los jesuitas, llegó a California don Gaspar de Portolá en su carácter de gobernador. Una de sus primeras acciones fue destituir de su cargo a Rivera y Moncada, aunque poco después se le nombró capitán del presidio de Loreto. Como tal le tocó colaborar con los misioneros franciscanos quienes se habían hecho cargo de los establecimientos religiosos en la península.

Cuando el visitador José de Gálvez dispuso la ocupación de la Alta California con el fin de fundar nuevas misiones y fuertes, la orden de los franciscanos fue la autorizada para llevar a cabo tal encomienda. Y así, en el año de 1769, en el mes de marzo, el primer grupo de soldados de “cuera”, indios cristianos y el fraile Juan Crespí, bajo el mando de Rivera y Moncada, hicieron rumbo al puerto de San Diego adonde llegaron a mediados del mes de mayo. Después llegó también otro grupo en el que iba Fray Junípero Serra y el gobernador Gaspar de Portolá.

El establecimiento de las primeras misiones en la Alta California tuvo diversos grados de dificultad, sobre todo por la falta de víveres tanto, que fue necesario que Rivera y Moncada regresara a la península para proveerse de ellos. A su regreso llevó consigo varios cientos de reses que aliviaron de alguna forma los sufrimientos de los colonos. Las crónicas refieren que para mitigar el hambre, los soldados mataban osos que abundaban en esas regiones.

Cuando se establecieron las misiones de San Diego y San Carlos Borromeo y el fuerte de Monterrey, Rivera y Moncada fue designado Comandante de éste último, pero por razones de mando y administración siempre tuvo dificultades con el comandante Pedro Fagés y también con fray Junípero Serra. Fueron tan serios los problemas que obligaron a Moncada a solicitar su baja del ejército.

Se encontraba radicando en la ciudad de Guadalajara cuando de nueva cuenta en 1774 se incorporó al servicio militar, para ser designado como gobernador de la Alta California, en sustitución del capitán Fagés. Atendiendo  las instrucciones recibidas del virrey  continuó con las exploraciones hacia el norte, hasta lo que hoy es la ciudad de San Francisco, lugar donde se estableció un presidio.

En ese mismo año de 1774, el capitán Juan Bautista de Anza, jefe del presidio de Tubac, en los límites de Sonora y Arizona, inició la exploración para encontrar el camino que lo llevara al presidio de Monterrey, atravesando la región desconocida de los ríos Gila y Colorado. Después de una penosa travesía y con la ayuda del cacique yuma Salvador Palma, logró llegar a su destino después de recorrer cerca de 1200 kilómetros.

Por segunda ocasión y contando con el visto bueno del virrey don Antonio de Bucareli y Urzúa, organizó una segunda expedición a fin de confirmar la ruta hacia la Alta California. A finales de 1774 cruzó la Sierra Nevada y llegó a la misión de San Gabriel y después a la de Monterrey.

La referencia es obligada pues es la ruta que siguió Rivera y Moncada en 1781 con el fin de fundar los Ángeles con inmigrantes sonorenses. Y por que en ese recorrido perdió la vida a manos de los indígenas yumas y junto con él los padres Garcés y Díaz que habían acompañado en anteriores ocasiones a Juan Bautista de Anza.

Triste fin el del capitán Fernando Javier Rivera y Moncada, un hombre que acompañó a los padres jesuitas en la noble tarea de fundar misiones y atender a sus feligreses. Y que participó activamente en la colonización de la Alta California no obstante sus dificultades con las autoridades del gobierno virreinal y los misioneros franciscanos.

sábado, 6 de agosto de 2011

Las enaguas salvadoras


Las enaguas salvadoras

Por: Leonardo Reyes Silva

Cuando en 1773, la orden de los Dominicos llegó a California para hacerse cargo de las misiones religiosas que abandonaron los frailes franciscanos, quienes se trasladaron a la Alta California a fin de realizar su tarea evangelizadora, no tuvo otro campo de acción—aparte de atender las misiones ya establecidas-- que la parte norte de la península, región en la que fundaron 9 misiones, entre ellas Santo Tomás de Aquino, Nuestra Señora del Rosario de Viñadaco y la última Nuestra Señora de Guadalupe del Norte, en 1834.

De todos los padres dominicos que estuvieron en California, los que más sobresalieron fueron Vicente Mora, Miguel Hidalgo, Luis de Sales, Félix Caballero y Gabriel González, este último por su destacada participación en la vida política de la Baja California. Aquí nos vamos a referir en particular al padre Caballero, fundador de la misión de Nuestra Señora de Guadalupe del Norte.

El padre Félix Caballero fue uno de los hombres más activos, no solo en el aspecto religioso sino también en los asuntos que competían a la administración de las misiones y, con especial dedicación, a los que le redituaban ganancias económicas personales. Cuando por seguridad tuvo que trasladarse a la misión de San Ignacio, su representante en su anterior misión le mandó todo el ganado de su propiedad que sumaban varios cientos de cabezas.

Pero, ¿por qué su cambio a otra misión cuando se suponía que la de Nuestra Señora de Guadalupe era la mejor de todas las establecidas por los dominicos? El motivo tuvo que ver con las insurrecciones de los indios, y en especial de un capitancillo llamado Jatñil del grupo de los Kumiai.

Jatñil siempre había sido un colaborador de las autoridades destacamentadas en La Frontera, e incluso los había ayudado a vencer a otras tribus que tenían intenciones de apoderarse de las misiones y destruirlas. Junto con el alférez Macedonio González—una leyenda en esa región—combatió contra los indios pa-ipai, cucapá y kiliwas. Tenía a su disposición mil guerreros que lo obedecían en cualquier situación.

En 1840, en una acción inesperada,  Jatñil y un grupo de sus seguidores llegó a la misión de Guadalupe en busca del padre Caballero para matarlo. Como ya lo conocían no desconfiaron de ellos, lo que aprovecharon para matar al cabo Orantes y a dos indios catecúmenos que estaban de visita, al mismo tiempo que preguntaban por el padre.

A esa hora, la cocinera María Gracia preparaba el almuerzo para el misionero cuando escuchó el alboroto de los indios. Se asomó por la ventana y vio los cuerpos de las tres personas asesinadas y escuchó los gritos de Jatñil buscando al padre Caballero. Éste, que también se dio cuenta de lo que sucedía, junto con María Gracia se dirigieron a la iglesia con el  fin de esconderse detrás del altar, pero  no considerándolo seguro, subieron hasta el coro donde había mayor posibilidad de que no los descubrieran.

Y en efecto, los indios llegaron a la iglesia y comenzaron a buscar entre gritos de amenaza. Y fue entonces cuando el padre, lleno de temor, le suplicó a la cocinera que lo escondiera debajo de sus enaguas, prometiéndole que si se salvaban le iba a dar una generosa recompensa. Como pudo, la mujer se sentó encima del padre y lo cubrió con su ropa, no sin pensar que si Jatñil los descubría no vacilaría en quitarles la vida.

A poco llegó el capitancillo y al ver sentada a María Gracia le preguntó por el padre Caballero. Con el temor reflejado en su rostro, le contestó que no lo había visto, rogándole que no le hiciera daño. Jatñil le creyó y rápido se retiró para seguir buscando en otro lado. Así, con esa estratagema, el sacerdote se libró de una muerte segura.
Tiempo después, cuando le preguntaron a Jatñil por que pretendía quitarle la vida al padre, respondió: “Le tenía mucho coraje porque comenzó a llevarse a los  hombres y mujeres de mi tribu y con el engaño de bautizarlos los hacía trabajar para su  beneficio. Y también porque los castigaba y no los dejaba salir de la misión para visitar a sus familiares”.

Fue tal el susto del padre que de inmediato pidió su traslado a otra misión, y más aún conociendo el carácter vengativo de los indígenas. Pero de nada le valieron sus precauciones, dado que al poco tiempo de estar encargado de la misión de San Ignacio murió de repente, después de haber ingerido una taza de chocolate. En ese entonces corrió la versión de que había sido envenenado. De sus bienes nadie supo con quien quedaron.

Como no se supo que fin tuvo la india María Gracia, la mujer que con sus enaguas le salvó la vida al padre Félix Caballero.